De las tan­tas cosas que no puede
mostrar cier­ta­mente la palabra,
la primera imposi­ble es el olor
tan pro­pio y exac­to de las cosas.

La poesía tam­bién es como el aroma.

Así quedan sin nombre
el olor defin­i­ti­vo de la lluvia
y el efímero matiz que se respira
al aso­marse a las som­bras de un aljibe;
el olor del primer mar, a los seis años,
la fra­gan­cia, que nos asusta­ba, de los cie­los nublados,
y el olor a comi­da de una casa
que nos fue querida.
La memo­ria tal vez sea
sólo visión de olores olvidados,
como este papel a donde llamo
a la pres­en­cia ardi­ente de unas hojas quemadas
y a la clave del enig­ma de la rosa;
al olor de las sangres
que no vi derramarse,
al olor del incien­so y al del alcanfor,
un olor que resplandece;
al de las jóvenes mujeres en los baños públicos,
al de las mon­edas, que aban­do­nan la mano
y que retor­nan, al de la tier­ra de Pinzón
una mañana de octubre, al de los gatos,
al olor mila­groso de las cosas vulgares,
de las que ape­nas se comprende
que emanan la noche poderosa,
al de un río que corre lejos
y al que sin razón evoco,a
l de la pal­abra maris­ma, al de retablo,
a los de esta mañana
que partieron a un país sin dónde,
al de una muchacha que se fue,
el 2 de noviem­bre de 1982,
para que mis palabras
pidier­an el per­fume de unos versos
y me quedaran la fecha y la balada,
el de las bal­lenas que tiñen
la espuma de aceite y de tamaño,
el de un hom­bre que habla­ba del ori­gen del día,
al de las tan­tas cosas
a las que no pude acer­carme y que me esperan.
Son otro mun­do más sobre este mundo,
veo el bosque y entre el bosque
la sel­va del aroma.
Yo me voy de los hom­bres y las cosas
como un sal­va­je que mar­cha a las ciudades
y dice adiós a su mun­do de olores;
tam­bién a mí ellos vuelven
bel­los y pesa­dos como un remordimiento.
Serán des­de estos ver­sos mi memoria,
seguirán sobre el mundo
cuan­do me haya muerto.

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