Her­manos menores de los mem­bru­dos leones
y viejos depredadores de nues­tra especie,
los segun­dones de la elás­ti­ca raza
no están hechos de manchas,
sino del liso amarillo
donde ocul­tan y escon­den su cier­ta identidad:
es que ellos aprovechan los mejores
mat­ices de las sombras:
¿mejor ocul­to otro animal
que uno amar­il­lo bajo la llu­via de motas
que aparenta? Un leopardo
es una bes­tia que siem­pre está bajo la lluvia.
En los plenos mediodías
sólo exhiben las sombras
que les ha deja­do por hábito
la exten­sa habitación de los junglas.
Si los vemos bicol­ores apenas
es otra demostración de su astucia,
las apari­en­cias son siempre
el cor­póreo tru­co de todos los pequeños.
Ni la sober­bia del tigre que no precisa
nues­tra cor­ta imag­i­nación para estar entero
en esa pal­abra, tigre;
ni la firme y pere­zosa arquitectura
que se lev­an­ta ante nosotros demostrando
la melenu­da majes­tad de la sabana;
los leop­ar­dos emi­gra­dos a las copas de los árboles
son unas etéreas y fatales sombras,
el vue­lo con que de amarillo
se salpi­can por capri­cho bien fun­da­do las selvas.
Son lo mín­i­mo posi­ble para el lengua­je de la muerte
en su lina­je de músculos:
lle­gan más cer­ca que los tigres
porque no son lo sen­ti­do, son un peli­gro que no pesa,
el silen­cio, la sor­pre­sa de un brin­co que elige antes,
una afel­pa­da estrate­gia que se desliza
mortífera y gen­til, metá­fo­ra y carne del tiempo
por los del­ga­dos corre­dores que comunican
(y ello siem­pre ha sido sigiloso)
el mun­do en cal­ma con la ale­gre nada.
 

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