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La poesía argentina de los años 60

 

“El compromiso con la época”

La primera vez que vi el rostro del poeta Juan Gelman -hoy Premio Nacional de Literatura, entre otras numerosas distinciones- fue en una comisaría. Al mejor estilo western, un minucioso retrato del autor de Violín y Otras Cuestiones reclamaba su captura vivo o muerto y exigía a la población la inmediata denuncia de cualquier dato sobre su paradero. La pinacoteca incluía otras obras del mismo anónimo artista policial; entre ellas, los retratos de Mario Firmenich, Emilio Perdía y Roberto Vaca Narvaja, de la cúpula de la organización guerrillera  Montoneros.
¿Cómo había llegado hasta esa pared de la comisaría 23, con jurisdicción sobre el Palermo de Jorge Luis Borges y Evaristo Carriego, Juan Gelman, quien acababa de publicar Hechos y Relaciones y Si Dulcemente?
Corría el comienzo de los muy poco dorados 80 y mi generación empezaba a publicar sus primeros poemarios, la mayoría de nosotros sin comprender, todavía, cómo el desarrollo de la poesía argentina iba a enlazar nombres y obras hasta este presente que, con alguna perspectiva histórica, nos permite bosquejar sus principales matices. Para responder a la pregunta anterior -circunstancial- y a muchas otras más, debemos retrotraernos a la Argentina de hace casi medio siglo.
Por aquella época -mediados de los 50 y comienzos de los 60- un fenómeno nuevo se había producido en la cultura nacional, renovada por la aparición de toda una generación de poetas, narradores, artistas, dramaturgos y cineastas. Se trató de una época que le dio un nuevo y muy fuerte impulso a la industria editorial, la plástica y la cinematografía, impulso que fue acompañado por el surgimiento de un público consumidor de cultura en todas sus formas... menos en poesía.
Para el público consumidor de cine, plástica y literatura nacional, proveniente de las capas medias y altas todavía suficientemente ilustradas en ese entonces y aún poseedoras de una capacidad adquisitiva que le permitía acceder masivamente a entradas de cine y teatro, comprar pintura argentina como inversión a futuro y agotar ediciones de narradores nacionales, en letras sonaban fuertes los nombres de Julio Cortázar, Ernesto Sabato, Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz y otros. Autores abundantemente promovidos por la industria editorial local, que veía engrosar sus ventas día a día. Del mismo modo, los medios de comunicación masivos hacían lo suyo, recomendando a unos y denostando a otros, pero de todas formas, dándole un espacio a las letras argentinas del que hoy carecen notoriamente.
Sin embargo, el fenómeno de la masividad de otras formas de expresión no alcanzó a la poesía argentina.
En el aspecto estético -que es siempre el que perdura, más allá de las epocales movidas de los mass-media y de las efímeras barricadas culturales- la década del sesenta fue traspasada por el imperativo de lo que se llamó “el compromiso con la época”, una premisa que signó sus versos con el intento de reflejar los acontecimientos políticos y sociales de entonces, a través de un poesía donde lo coloquial ganó el campo en gran medida, en un intento de cuño existencial por dar cuenta tanto del hombre como de la circunstancia del momento. Este compromiso de la poesía con la época compelía al autor de los sesenta -por presión de las premisas culturales de entonces, por obligación con el punto de partida de la identidad sustentada por sus contemporáneos y compañeros de generación y, fundamentalmente, por la aceptación que él mismo hacía de ese compromiso en su interioridad- a reflejar y dar cuerpo textual en el poema a las ideologías y concepciones características de ese entonces, fuertemente abonadas por el triunfo de la revolución cubana en 1959 y por la ”gesta guevarista” y el Mayo Francés después. Esta concepción de izquierdas del momento histórico no fue patrimonio exclusivo de la poesía argentina ni de la latinoamericana en general, sino que fue uno de los nutrientes de la cultura en su especto más amplio en ese segmento histórico, impregnando el conjunto de sus manifestaciones. De todos modos, ni la generación del 60 se reduce a lo explicitado ni todos sus representantes se reducen al compromiso con la época. En algunos más que en otros, el límite inherente a este compromiso es numerosas veces traspasado, registrándose en esa misma generación autores que desarrollaron sus obras fuera de esa concepción imperante. Tal el caso de Alejandra Pizarnik, Roberto Juarroz, el mismo Joaquín Giannuzzi y otros. Se entiende que no estamos hablando de nombres menores con los aquí nombrados. Sin embargo, el grueso del subrayado tiene que caer en las obras de autores que, sin deslindarse absolutamente de ese compromiso con la época -prácticamente obligatorio entonces- ofrecen matices y diferencias con esta concepción. El caso de Juan Gelman, que fue el gran disparador de esta idea de compromiso con la época, aunque se alinea en la práctica con la actitud más radical de optar por la acción política directa, como Miguel Angel Bustos, Roberto Santoro y otros, es paradigmático. Su libro Violín y otras cuestiones, de 1958,  había sido adoptado como el canon a seguir por buena parte de los autores del 60 y su elección posterior de la lucha política y aun por la vía armada vista como un ejemplo admirable de coherencia política, se la compartiera o no. Sin embargo, en su obra, Juan Gelman lo que hace luego es desarrollar precisamente aquellos elementos que menos tienen que ver con las rigideces del compromiso con la época y son característicos de una estética mucho menos preocupada por esta preceptiva. Precisamente, Juan Gelman alcanza su madurez como poeta -y la desarrolla hasta la actualidad- cuando elige forjar una obra personal sin límites políticos ni imperativos ideológicos de ninguna clase... y lo comenzó a llevar a cabo cuando todavía se encontraba en la clandestinidad y su retrato ornaba, como dije al principio, todas las comisarías del país.
El compromiso con la época se fue diluyendo lentamente en las aguas menos seguras de sí mismas de la poesía siguiente, la de los 70, donde a la vez que se abandonaba muy pausamente la obligación de reflejar la época, con sus características y contradicciones, así como con su coloratura ideológica, cobraba mayor peso la subjetividad del poeta y volvía a un primer plano  la concepción de la cultura como un fenómeno más universal que estrictamente latinoamericano.

JOAQUIN GIANNUZZI

Nació en Buenos Aires en 1924 y murió en la provincia de Salta en 2004. Obra poética: Nuestros días mortales (1958); Contemporáneo del mundo (1963); Las condiciones de la época (1968); Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1981), Violín obligado (1984),  Antología poética (poemas 1958-1995) (1990), Cabeza final (1991), Antología poética (1997), ¿Hay alguien ahí? (2004), entre otros.

Cabeza final

Todas las ideologías le dieron de palos.
La humillaron la historia del mundo
y la vergüenza de su país,
la calvicie, los dientes perdidos,
una oscuridad excavada bajo los ojos,
el fracaso personal de su lenguaje.
El obrero que respiró en su interior
ávido de oxígeno y universo continuo
dejó caer el martillo. Fue la razón
quien cegó sus propias ventanas. Pero tampoco
encontró en el delirio conclusión alguna.
Pero eso, quizás no fue tan descortés
esa manera de negar el mundo al despedirse.
Sucedió así:
Reposando sobre la última almohada
volvió hacia la pared
lo poco que quedaba de su rostro.

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ROBERTO JUARROZ

Nació en Coronel Dorrego, Provincia de Buenos Aires, en 1925, y murió en Buenos Aires en 1995. Obra poética: Desde 1958 publicó en sucesivos volúmenes su obra poética bajo un mismo título: Poesía Vertical. El decimocuarto volumen se publicó en 1997 (ed. póstuma).

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El error que comete una cosa
al caer de tus manos,
la absurda equivocación de una hoja
al no caer sobre la tierra,
la confusión de un aroma
que emigra de una flor
y se va a perfumar un pensamiento,
no deben atribuirse
a sus modales inexpertos
sino al defecto fundamental que el azar distribuye
como una noche quebrada
por el apocalipsis encubierto de los días.

Esta concreta conspiración del desacierto
indica que la historia aún no ha empezado
y el hombre sólo registra en sus anales
inciertos simulacros de antihistoria.

Tan sólo una imaginación regenerada
que trace los movimientos del regreso,
del perfume a la flor,
de las hojas al árbol,
de una cosa a tu mano,
del azar al azar,
de la noche a la noche,
puede iniciar la historia verdadera.

El mundo está repleto
de anodinos fantasmas.
Hay que hallar los fantasmas esenciales.

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FRANCISCO MADARIAGA

Nació en 1927 en Buenos Aires, donde falleció en 2000. Obra poética: El delito natal (1963); Tembladerales de oro (1973); Llegada de un jaguar a la tranquera (1980), y Resplandor de mis bárbaras (1985), entre otros. Su obra fue reunida en El tren casi fluvial (1988).

Tembladerales de oro

In memoriam Alfredo Martínez Howard

El dolor ha abierto sus puertas al agua de oro del oro que
arde contra el oro el oro de los ocultos tembladerales
que largan el aire de oro hacia los rojos destinos
pulmonares con el acuerdo de los fantasmas de oro
coronados por los juncos de oro bebiendo los
caballos de oro los troperos de oro envueltos en los
ponchos de oro -a veces negro a veces colorado
celeste verde- y el caballero que repasa las lagunas de
los oros naturalmente populares el que se embarca
en las balsas de oro con todos los excesos de
pasajeros de oro que manejan los caballos de oro con
los rebenques de oro bebiendo en la limetilla de oro
del barro de oro de los sueños de los frescos del
oro entre la majestad de las palmeras de oro y de los
ajusticiados y degollados en las isletas de oro bajo de
yacarés de oro del oro del Amor.
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HUGO GOLA

Nació en Pilar, provincia de Santa Fe,  en 1927. Obra poética: Veinticinco poemas (1961), Poemas (1964), El círculo de fuego (1968), Jugar con fuego (1987), Filtraciones (1996), Poemas reunidos (2004).

Desde temprano descansas

Desde temprano descansas
miras los árboles
por tu ventana
y oyes galopar el viento
Desde temprano percibes
el ruido de la casa
la naranja que cae
el sol que apenas brilla
y el viento montado sobre los techos

Los libros desordenados
la lámpara cálida
unos gatos corriendo
y este viento
que arrastra los papeles
donde una tarde
anotaste palabras
que ahora vuelan

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JUAN GELMAN

Nació en Buenos Aires en 1930. Obra poética: Violín y otras cuestiones (1956), Gotán (1956), El juego en que andamos (1959), Velorio del solo (1961), Cólera Buey (1965), Los poemas de Sidney West (1969), Fábulas (1971), Relaciones (1973), Citas (1979), Carta abierta (1980), Si dulcemente (1980), Bajo la lluvia ajena (1980), Hacia el sur (1982), Com/posiciones (1983), Eso (1984), Anunciaciones (1988), Interrupciones I (1988), Interrupciones II (1988), Carta a mi madre (1989), Salarios del impío (1993), La abierta oscuridad (1993), Dibaxu (1994), Incompletamente (1997), Debí decir te amo (antología, 1997), Valer la pena (2001), País que fue será (2004), Los poemas de Sidney West: Selección (2005), Oficio ardiente (2005), Miradas (2006), entre otros.

Mi Buenos Aires querido

Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado, enfermo, casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací.
Hay que atraparlos, también aquí
nacieron hijos dulces míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.
Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido.

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MIGUEL ANGEL BUSTOS

Nació en Buenos Aires en 1932; desaparecido en 1976. Obra poética: Cuatro murales (1957); Corazón de piel afuera (1959); Fragmentos fantásticos (1965); Visión de los hijos del mal (1967); El Himalaya o La moral de los pájaros (1970).

Los patios del tigre

El tigre, aquel espejo del
odio  y el espanto.
Von Jöcker, siglo XVIII

Fueron siempre los pájaros los que anduvieron en los patios de mi infancia.
          A la claridad del canario se sumó el gritito entrecortado del calafate, el vuelo diminuto de los bengalíes. Algún mono hubo, pero fue efímero.
          Agregaba mi abuelo a la magia reinante sus oros de Gran Maestro. Sus libros que, de a poco, fueron siendo mis pájaros.
          Un tío viajó y en una gran jaula trajo un tigre. Lo aseguraron a una cadena y esperaron que lo viera.
          Su garganta me llamó; aparecí.
          El espanto y la maravilla me helaron.
          Desde ese día los patios dejaron de ser tales. Fueron selvas de mármol y mosaicos gastados en donde el terror habitaba.
          Era feliz. Tocaba el misterio a diario y no desaparecía. Me acostumbré ávidamente a lo extraño.
          Cuando alguien ordenó su encierro en el Zoológico, lloré.
          Entonces comenzaron mis fugaces visitas; temblaba cerca de su jaula. Su rugido era música tristísima para mí. Le imploraba a su memoria de fiera el recuerdo.
          El día en que me fui a despedir de él para siempre me olió, detuvo su andar en círculos. Una sombra humana le cruzó la mirada. Intenté tocarlo. El griterío prudente me clavó en el piso.
          Pensé un adiós, suavemente me marché. Más tarde supe de su muerte. Su carne fantástica se juntó en el polvo a otras carnes.
          He crecido. Guardo de mi infancia sus huesos en mi alma, los libros en mi sangre.
          Pero cuando llegue el fin y me miren los ojos que aún no he visto, pienso que será el tigre incierto de la locura el que me lleve tanteando a la nada, aquel tigre de titubeo y delirio del suicidio que en su boca me ahogará clamando.
          O tal vez mi viejo tigre, rayado por la piedad, quiera devorarme como a un niño.

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ALEJANDRA PIZARNIK

Nació en Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, en 1936. Se suicidó en Buenos Aires en 1972. Obra poética: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Arbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de la locura (1968), El infierno musical (1971), La condesa sangrienta (1971).

La última inocencia

Partir
en cuerpo y alma
partir.

Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.

He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más fila para morir.

He de partir

Pero arremete ¡viajera!
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