Old hous­es were scaf­fold­ing once
and work­men whistling.
Thomas E. Hulme.

Como una vie­ja alucinación
a la que ya nos acostumbramos:
a su repeti­da invasión,
a sus exce­sos, su ruti­nario casi
ser un mue­ble, un pro­gra­ma de televisión
que la pan­talla devuelve des­de hace años.
Como un pari­ente que sigue telefoneando.
Como un vende­dor que insiste con el timbre,
una ex novia que envía car­tas y cartas,
una mul­ta del tiem­po, una pal­abra inevitable,
un clishé, la muletil­la acos­tum­bra­da del pensamiento;
como una pavana que repeti­mos sin recor­dar su autor,
su títu­lo, el momen­to en que la oímos por primera vez.

Así vuelve una y otra vez
esta certeza inexplicable,
este secre­to que escon­demos de todos
y de nosotros mismos
‑cuan­do podemos, cierto-
y cuan­do no podemos lo vemos en su enorme longitud,
su per­tur­bado­ra simetría,
sus hor­i­zontes líqui­dos, sus abis­mos, sus antros,
sus cono­ci­dos caminos para lle­gar al cen­tro de nosotros,
allí donde alguien incli­na la cabeza,
lo admite, aunque no se res­igna, todavía.

Ver la som­bra de la bes­tia que somos
en cada acto y en cada día
cul­pa­ble e inocente y lo tercero.

Somos el edi­fi­cio que teme
el fragor en que asien­ta sus cimientos,
porque la som­bra antigua que se nos parece
aún atraviesa a sus anchas las penumbras
y los rum­bos de su sótano rum­bo a las habitaciones
y abre, de tan­to en tan­to, la sala donde almorzamos
con tan­tos edu­ca­dos y son­ri­entes invitados.

Es él, señalan, y nos miran fijamente
donde esta­mos, a la cabecera de la mesa,
y tam­bién en el umbral de la puer­ta entreabierta.

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