Me decías en tu car­ta que es bel­la Kustendjé,
cuan­do los chi­nos y el vien­to lle­gan del Mar Negro
y que no lejos de la estación de ómnibus
hay una piedra donde ‑te dijeron- se senta­ba Ovidio
cuan­do se llam­a­ba Tomis y era su destierro.

Nadie, la divinidad, nos salve del favor de los poderosos,
que de los cam­bios no se sal­va nadie.

Que ayer demolieron la últi­ma estat­ua de Lenín
y que en Tomis él llora­ba la Roma nocturna,
risueña, la frívola lec­tura de poe­mas de amor,
la arrepen­ti­da resaca del mediodía siguiente,
cuan­do con otros ociosos comenta­ba licencias,
con­quis­tas o rec­ha­zos, en los baños o en las calles
de un mun­do que reía para siempre.

Me decías en tu car­ta que todavía mur­mu­ran poco inglés
y que mien­tras habla­ba solo y espanta­ba las gallinas
con la voz de sus hexámet­ros, seguía sien­do Ovidio
aquel viejo andra­joso, el mis­mo que otras ropas
y cabel­los y per­fumes pre­sen­taron a Augusto.

Que ya sabías por qué las piedras y los versos
cam­bian, cuan­do cam­bia la mira­da, así como
‑antes de la meta­mor­fo­s­is- Ovidio supo
por qué la poesía le intere­sa a nadie.
 

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